UNA NOCHE DE ROCKABILLY
por Rodolfo Fiadone



El viento del sur anticipa la desaparición de la sudestada, su lluvia y humedad. Tras el parabrisas sucio por las gotas pequeñas y tenaces, estoy en Vicente López buscando el Teatro Repertorio del Norte en esta noche de viernes. Distingo a mi izquierda el Club Balcarce, donde tantas buenas temporadas veraniegas pasé en la juventud, cuidando su pileta, hoy cubierta.

A mi derecha, un cartel vertical apoyado en la vereda, contra un poste de iluminación, dice “Teatro” con letras gruesas y sugestivas, indicando que en dentro de esa casa que parece más un chalet de los años 50 que un teatro, se desparrama la fantasía y la ilusión que asombra a los que creemos en esa magia.

Me bajo de mi auto, camino unos metros entre lluvia y viento y paso la puerta. Sin aviso, el mundo ha cambiado. Ahora estoy en un espacio cálido, con luces suaves, paredes cuidadosamente desprolijas, muebles antiguos, máquinas de escribir en desuso, y paredes pobladas de fotos y más fotos de reyes, princesas, mercaderes, obreros, amantes, médicos, cientos de personas que vivieron en los personajes teatrales que estas imágenes reflejan.

Uno de ellos, un hombre más grande que yo, está una de las fotos y a la vez me recibe tras una pequeña tarima. “Vengo a ver a los Salvajes Rockabilly”, le digo. Me cobra la entrada y me invita a pasar. Aun no ha llegado nadie, aunque faltan 15 minutos para la función.

El hombre que salió de la foto y me cobró la entrada, se sienta a tomar café en una de las mesitas que invitan a quedarse ahí leyendo una buena novela. Al rato, va llegando más gente, van pasando y se sientan en los sillones amables que comparten el espacio con las mesas, nadie puede pasar a la sala, los músicos están terminando de alistarse y probando el sonido.

Pasados unos minutos del horario (todo músico debe crear algo de ansiedad), nos dejan pasar, atravesamos un pasillo de techo bajo y aparecemos en el teatro, las luces tenues, las gradas que suben 10 ó 12 escalones, en el escenario una rara batería de solo cuatro piezas, una guitarra eléctrica y el contrabajo en el piso, nos anticipan que estamos en el lugar correcto.

Busco un buen lugar, la encuentro a Any, la mujer de mi amigo Mario, bAT-mARIO, el guitarrista y voz, me invita a sentarme con ella. Le duele un poco la cabeza, pero no puede perderse el show.

Aparecen los músicos una vez que se acomodó algo más de gente, una pequeña presentación, y cada cual a sus puestos, el joven baterista Speedy Joaco a nuestra izquierda, bAT-mARIO en el centro, Bloody Mary, la contrabajista, a nuestra derecha. Arranca la música, y una espiral de ritmo y energía nos envuelve rápidamente y nos saca del mundo.



Ahora, mirados en perspectiva, nos vemos como raras personas que mueven sus cabezas, o sus pies, o sus manos, o todo al mismo tiempo, todos al ritmo, todos sujetos por esa marea de notas que nos transporta.

Al terminar cada tema, los aplausos son breves, pero intensos, muy intensos, la gente no quiere aplaudir, quiere seguir escuchando: los silencios se hacen ahora insoportables y los cuerpos piden más movimiento.

Tema tras tema, los músicos van templando sus voces y su manejo de los instrumentos.



El Speedy Joaco empieza a hacer su propio show, mira a sus compañeros, al sonidista, habla con sí mismo, revolea los palilllos con los hombros relajados, detiene con la mano la vibración de los platillos, camina hacia atrás y vuelve a su puesto, pero jamás pierde pisada. Es rara esta batería del rockabilly, con tan pocos componentes, todo lo que se puede sacar de ella.



Bloody Mary gira alrededor de su contrabajo, estira sus cuerdas, las digita, lo toma por el asta como si fuera el cuello de un hombre y casi digo que hace el amor con ese instrumento estrafalariamente grande, mientras lo mira a bAT-mARIO como diciéndole: “nos conocemos tanto, no hay nota que digites que yo no sepa adonde vas y te sigo, te banco en cada una”.



Y en el centro el cantante y guitarra, el hombre con la voz cascada y gruesa, va instalando cada tema con una pequeña presentación y desparramando luz desde su instrumento que se hace unidad con él cuando arranca un solo, las notas se desgranan y se unen, bAT-mARIO flexiona las piernas, tensa el cuello y los hombros, mira sus manos que van buscando y sacando los fraseos más detallados y vibrantes y todos nosotros enloquecemos.



Los Salvajes Rockabilly nos dan un pequeño descanso para los que quieren fumar o tomar un trago, y salen sin estridencia por el lateral de la tribuna. Salimos nuevamente al bar, y allí la encuentro a Silvia I, que vino también, sola, a llenarse de energía. Charlamos un rato, la presento con Any, volvemos a entrar. Bloody Mary, como corresponde a una mujer que te cautiva no solo con su música, se ha cambiado de ropa. bAT-mARIO y el baterista apenas se han sacado sus abrigos, ahora están en remera, los dos de negro, porque el color está en sus notas.

Los temas se siguen derramando sobre nosotros como olas que nos arrebatan de la seguridad de la playa y nos sumergen en la locura revuelta del rockabilly. Pienso “¿Por qué estoy acá, si no soy de ir a recitales?”. Me contesto “porque este es mi amigo, que yo conocí cuando nos deslumbraba con el piano de su casa, y por que siguió en su ley y hoy me llena con la energía de su estilo y de sus temas y su pasión”.



El show termina, un par de bieses, los músicos saludan, transpirados, agotados. bAT está contento por que fuimos nosotros y también otros amigos. Nos invita a Silvia y a mí al camarín, una pieza llena de ropas que corresponden a todos los personajes de las fotografías que estaban en el bar de la entrada. Charlamos un rato. Él aún tiene mucha tarea, desarmar, ordenar, llevarse las cosas.



Nos vamos. Alcanzo a Silvia I hasta su casa. La noche empieza a mostrar que la mañana será luminosa, fresca y buena, que la lluvia habrá pasado, y que el buen sol nos recordará que vivimos una noche llena de pasión, energía, y buena música.